De las líneas que forman el plano de lo
humano (el tiempo, la corporalidad, los otros, la libertad, la memoria...)
ninguna ha tenido tanta importancia para las artes como el amor y la muerte.
Amor y muerte han ido formando nuestras narraciones, historias, músicas..., han
ido elaborando relatos que nos han ido enseñando a sentir y a amar.
¿Cómo se relacionan estas dos líneas? ¿Cómo se
relacionan el amor y la muerte? En este texto afrontamos esta cuestión y
veremos dos respuestas. Líneas que convergen y líneas que divergen, el amor que
se identifica con la muerte y el amor que se separa radicalmente de la muerte:
Wagner y Duchamp.
Señores y señoras, ¿quieren escuchar la más bella
historia de amor y de muerte? Empecemos por el prólogo de nuestra historia. Los
reinos de Cornualles y de Irlanda están en guerra, cada año el reino de
Cornualles tiene que pagar tributo al rey de Irlanda. El mejor guerrero
irlandés, Morholt, va a recibir el pago, se trata del prometido de la princesa
irlandesa, Isolda. En Cornualles nadie se atreve a hacerle frente, sólo el
joven Tristán, ahijado del rey Marke, hace acopio del valor necesario para
entablar un combate tan desigual.
La batalla es brutal, muere Morholt y Tristán
queda gravemente herido, al borde de la muerte, se abandona en un bote sin vela
que va a la deriva hasta llegar a las costas de Irlanda. En la playa, lo recoge
la bella Isolda, Tristán se presenta con un nombre falso, tampoco Isolda revela
su identidad. Y gracias a sus mágicas artes, Isolda lo cura, pero, por el
aspecto de sus heridas y por las noticias que llegan de Cornualles, se da
cuenta de que tiene ante sí al asesino de su prometido. Levanta la espada de
Tristán, la pone encima de su pecho, pero hay algo que le impide matarlo, se ha
enamorado de él aunque no lo quiera reconocer, a la vez jura que de un modo u
otro se vengará de este crimen.
Richard Wagner compuso Tristán e Isolda
entre 1857 y 1859. Lo primero que escribió fue el preludio de esta magnífica
ópera. Al principio suena el acorde de Tristán, un acorde armónicamente muy
complejo formado por sol sostenido, la sostenido y si. La inestabilidad, la
ambigüedad aparece desde el principio para dar a toda la ópera un tono
desasosegante, angustioso, ingrávido. Se presentan distintos leitmotiven
que surcarán la ópera, la música sube como si se tratase de olas en un mar
infinito, olas que suben a lo más sublime y bajan a los abismos más terribles.
El crescendo lleva a que la tónica nunca encuentre a la dominante, nunca se da
ese descanso tonal que exige el sistema tonal tradicional. Tras un cénit
inolvidable, el preludio termina, de nuevo, en el acorde de Tristán, pregunta
sin respuesta, anhelo irrealizable.
En el primer acto, Tristán conduce a Isolda en
barco de camino a Cornualles, allí la princesa se casará con el rey Marke
sellando una paz duradera entre los dos reinos. Isolda, aletargada, despierta
en todo su desdén, ella una moneda de cambio, un matrimonio sin amor, una
venganza sin cumplir. Trama la expiación al crimen de su prometido, le dará de
beber el filtro de muerte, el filtro de la reconciliación. Tristán acude a su
camarote, tampoco quiere reconocer su amor, le pone su espada en su propio
pecho y le dice que lo mate, Isolda también encuentra una fuerza que se lo prohíbe.
Pero rauda le da de beber el filtro, y que ella se lo arrebata para beber la
mitad de su contenido. Sin embargo, Bragane, su doncella, ha cambiado el filtro
de muerte por el de amor. Al instante, caen locamente enamorados.
En el segundo acto, los amantes se ven a espaldas
del rey Marke. Melot, amigo de Tristán, ha organizado una cacería nocturna para
el rey. Los amantes se ven a la luz de la luna, jurándose amor eterno y abjurando
del mundo hostil que les ha tocado vivir. Se abrazan en la complicidad de la
Noche, a su abrigo, desterrando al Día de su mundo de amor. El dúo de amor es
maravilloso, quizá unas de las páginas más hermosas que ha dado la música
occidental. Sin embargo, Melot traiciona a Tristán y aparece con el rey, los
amantes son descubiertos. El rey lanza un hondo quejido de dolor y decepción
por alguien a quien quiere más que a un hijo. Tristán y Melot se enzarzan en un
combate del que Tristán sale malherido.
En el tercer acto, Tristán espera a Isolda en su
castillo en Bretaña, en el abismo de la muerte. Sólo Isolda puede salvarlo como
hizo en otra ocasión. Tristán está desesperado, ¿para qué destino nací?...
para desear y para morir... Cuando las velas del barco de Isolda aparecen,
Tristán comienza a delirar, enloquece, se quita las vendas, titubeante da pasos
hacia la luz de su amada, y cuando ésta llega, muere en sus brazos. Detrás
llega el rey Marke, Bragane le ha contado toda la historia y viene a bendecir
este amor, pero llega tarde y es la muerte la que la que domina la escena. Isolda
va despacio hacia el cadáver de su amor, entonando el más bello canto de amor y
de muerte, el Liebestod, la muerte por amor.
En el conocimiento de lo humano, Shakespeare hace
transparente la conciencia de los personajes, abriéndolos en canal para que
veamos cuáles son sus pensamientos, cómo fluye su conciencia, Wagner hace
transparentes sus sentimientos, sus pasiones, en el magma sentimental de los
personajes. En este sentido, su música es el
seguimiento de las pasiones, su observación, sus patologías, sus
tendencias; es la lógica, la economía del deseo.
Y es que la música es el lenguaje por excelencia,
es capaz de expresar casi lo inexpresable; expresa el amor, el deseo con una
melodía infinita que se despliega en toda su orografía, en su recorrido. La
música se funde con el deseo, lo conduce hasta sus límites, lo eleva hasta sus
más altas cotas, lo rasga con el dolor y el sufrimiento. El deseo infinito y la música infinita, el
deseo que se pliega cabe sí y que explota. La música hecha deseo, la música
voluptuosa. Las olas del deseo en el océano de la música, la música como
verdad.
El límite del deseo es la muerte. Las notas
musicales expresan la vida del
sentimiento cambiante entre el anhelo extremo del placer y la deliberada
nostalgia de la muerte, escribía Wagner en su diario. Amor y muerte son una
única pulsión, un único impulso del espíritu que se sitúa en los límites de la
experiencia humana, ambos se empujan hacia adelante, ambos se transmutan, se
tornan en el otro, se empujan en el delirio.
La historia de este problema es larga. Ya Platón
había visto la conexión entre amor y muerte, amamos porque somos conscientes de
nuestra propia muerte, el amor nos lleva a arañar la vida, a hacer eternos unos
momentos que están destinados a la muerte más atroz. Así que, desde el
principio, tenemos planteado el binomio amor-muerte. Porque todo comienza con
la muerte...
La ópera comienza con el lenguaje de la muerte.
Isolda busca venganza, se siente traicionada, la culpa del asesinato de Molhort
no ha sido expiada, ella ha ayudado a Tristán y éste le ha abandonado cuando necesita más ayuda. El
héroe está inmerso en el mundo del poder, son el honor y la gloria sus
consignas. Isolda combate el lenguaje del poder de Tristán con el lenguaje de
la muerte, con el filtro de la muerte. Ya estamos cerca de la meta, en
el territorio de la muerte. Sin embargo, Bragane cambia de filtro de muerte por
el filtro de amor. Por tanto, el primer movimiento va de la muerte al amor,
éste se presenta como redentor, como salvador, en el mundo del poder y de la
muerte, la única redención está en el amor. Esto hace que Tristán esté
mucho más cerca de Parsifal que del Anillo.
En Wagner tenemos una metafísica del amor. Es la
pasión, el amor, la fuente de toda grandeza moral y de todo conocimiento. En un
mundo que es poder y que es muerte, el poder redentor está en el amor, en un
mundo, como describe Schopenhauer, dominado por la pulsión de dominación, la
única salida está en el poder salvífico
y redentor del amor. La estatura moral de los personajes viene dada por la
fuerza con la que el amor se enfrenta a la muerte y no la acepta; de la misma
manera, el principal conocimiento es el que tiene a la muerte como vecino. Y es
que el tema de la ópera no es otro que el poder del amor, el poder del amor
sobre la vida y la muerte, Vida y muerte están sometidas al Amor.
El amor ya no es una relación finita y recíproca
entre dos individuos. El amor ya no se conforma con la reciprocidad y la unión,
con logros parciales de dos individuos que salen de su soledad. Ahora el amor
pretende la unidad, la comunión de dos seres. Esta metafísica del amor busca y
anhela la unidad absoluta e infinita. El deseo no termina y no se satisface en
un objeto, ahora es deseo del deseo. Como vio muy bien Denis de Rougemont, en
el fondo “Tristán e Isolda no se aman. Lo que aman es el amor, el hecho mismo
de amar”.
Este deseo del deseo, este amor-pasión, está lleno
de obstáculo, de dificultades. Es un amor que lucha contra el mundo entero, que
se alimenta de sí mismo, que solo se satisface y se realiza fuera de la
existencia, tras la muerte.
En el dúo de amor del segundo acto, el movimiento
cambia, ahora va del amor a la muerte. El movimiento, la lógica del amor
conduce necesariamente a la muerte. Esto ya lo vio Shakespeare, el gran
Shakespeare. En las tragedias del dramaturgo inglés, la pasión lleva a la
muerte, el delirio al que la pasión conduce termina necesariamente en la
muerte. Ya sea el poder, la ambición, los celos, la venganza... o el amor, la
lógica de la pasión conduce al abismo de la muerte. Para Shakespeare, la
infinitud del deseo termina en la muerte, dice Julieta a Romeo:
Mi botín es tan ilimitado como el mar,
mi amor igual de profundo; cuanto más te lo doy
más tengo, pues ambos son infinitos.
De aquí al final de la obra, a Tus labios están aún calientes. Las
olas del mar del deseo terminan, pues, en la playa de la muerte. Ya estamos,
querido lector, en el centro del binomio.
El dúo de amor une definitivamente el amor y la
muerte. Los amantes se esconden en el mundo de la Noche, lejos del mundo del
Día, dominio del poder. El impulso del deseo y el impulso de la muerte se
entrelazan. El deseo de unión, de ser uno, de fundirse, de disolverse en el
otro, dice Tristán, ¡Tristán tú, yo Isolda, no más Tristán!, le responde
Isolda, ¡Tú Isolda, Tristán yo, no más Isolda! Pero el mundo de la
individuación, otra vez Schopenhauer, no lo permite, hace imposible la
realización del deseo de amor. Por eso, el deseo llama a la muerte. Cantan los
dos:
Noche amor, hazme olvidar que vivo,
Acógeme en tu seno,
libérame del mundo.
La
muerte aparece como liberadora, ardientemente
invocada, porque separa a los amantes de
cuanto imposibilita su amor. Tenía razón el viejo Denis de Rougemont,
detrás de este amor-pasión está el amor a la muerte, porque la muerte es la
condición para la realización del amor. La música de Wagner lo dice de una
forma insuperable, el dúo de amor termina con el tema de la muerte por amor,
del liebestod, cantada aquí por Tristán.
En el tercer acto, el amor y la muerte están
totalmente unidos. Tristán viene y va a la muerte, e Isolda va a buscarle. La
diferencia con Shakespeare es total, para éste la muerte es opaca, es el final
de la lógica delirante de la pasión, pero detrás no hay nada más, cuando
Julieta coge la daga y se la clava
diciendo ¡dame la muerte!, sobre escena queda un pathos absurdo,
es la nada la que se ríe; en Wagner, la muerte no es opaca, es traslúcida, deja
ver algo diferente y cuando aparece es lo sublime, jamás lo absurdo, lo que
queda en escena. Los finales de Tristán y Romeo y Julieta son
totalmente diferentes, aunque esta diferencia se vea especialmente con el
final del Rey Lear.
Al final de la obra, en
su último suspiro de vida disuelto por la locura, Lear ve en visiones a su hija
Cornelia: “¿Veis esto? ¡Miradla..., mirad sus labios..., mirad aquí, mirad
aquí!” La muerte le llama, le mira a los ojos. Lear está muy lejos de
Isolda cuando ésta mira a la muerte llamando a Tristán, y va hacia la muerte
buscando el amor infinito, la gran salvación. Lear mira a la muerte y solo
encuentra su propia muerte. No hay salida para este mundo hostil.
Lear ve visiones que
son su propia locura, la muerte es opaca, refractaria a toda visión porque
cualquier visión es el reflejo de la propia muerte. En Isolda es diferente. La
muerte deja pasar un resquicio, es traslúcida a nuestra visión, a nuestras
demandas de sentido. Por tanto, mientras que para Lear la muerte es opaca, para
Isolda, es traslúcida; mientras que para Shakespeare la muerte es un límite
insuperable, para Wagner, la muerte es franqueable por el amor.
El amor está unido a la muerte, Wagner se atreve a
entrar en la contradicción vida-muerte, en el
binomio amor-muerte. Para él, ambos están unidos, son el mismo impulso
del espíritu. Más amor supone más muerte, lo que une es lo que separa. Entre el
yo y el ideal está el abismo.
La
muerte es ya transfiguradora,
sólo entrando en la muerte se entra en la nueva vida, porque sólo más allá de
la muerte está la realidad del Amor. El amor vence a la muerte porque ésta es
su aliada. Liebestod, la realización del deseo (unión, fusión, comunión de los
amantes) sólo es posible en la muerte transformadora.
Wagner pertenece al selecto club de los que se han
atrevido a entrar en la contradicción, una mezcla entre Hölderlin y Novalis.
Este último escribía ante la tumba de su amada:
Camino al otro mundo (...)
y seré liberado,
yaceré embriagado
en brazos del Amor.
La realización total del deseo, la fusión
infinita, la unión eterna de los amantes, se produce en la muerte
transfiguradora, esta es la realización total y trágica del deseo, ... desde
el principio hasta el fin, se sacia plenamente de una vez este amor,
escribía Wagner a Liszt en una célebre carta. Se consigue con la disolución de
los amantes en el torrente vital, en el flujo salvaje y brutal de la vida.
Liberación y catarsis al disolverse, al fundirse en el torrente de la vida con
el amado. Wagner aplica su mística del amor a la metafísica de Schopenhauer (el
mundo como representación: el mundo de las cosas físicas; y el mundo como
voluntad: el torrente vital que crea y destruye).
En la muerte traslúcida muere Isolda, en la muerte
transfigurada renace. Con los ojos muy abiertos, viendo lo que los vivos no
ven, esperándola para la realización total del deseo está su amado
Suave y ligero,
cómo sonríe,
cómo los ojos
dulces abre él...
¿Lo veis amigos?
Los demás no pueden ver nada, sólo ella alcanza a ver lo que la muerte le
permite ver. La atracción cada vez es mayor, como si fuera una melodía que la
hipnotiza, como si fuera un torbellino que la atrae, la luminosidad de la nueva
vida cada vez es más fuerte, al final...
¡En el ondulante oleaje, (...)
en el aliento del mundo,
en el Todo que respira...
ahogarse,
hundirse,
inconscientemente,
voluptuosidad suprema!
(Y 2)
El turno de Marcel Duchamp. Una
novia, unos solteros, e incluso. Arriba la novia, a la izquierda un aparato con
forma de insecto, formada por distintas piezas que se ensamblan en una extraña
máquina que recuerda la forma de un insecto, una mantis religiosa incluso. La
novia es esencialmente un motor, un motor de deseo que produce gasolina
de amor (una secreción de las glándulas sexuales de la novia). A la
derecha, la novia se abre al hilo de su deseo, se ensancha en la vía láctea,
una forma vaporosa que va cambiando de color y de forma.
Pero contemos la
historia por el principio, la novia tiene un deseo ignorante, un deseo sin
más (con un toque de malicia), la vía láctea se hincha, lanza suspiros,
tiene el primer florecimiento de su deseo, le lanza las primeras señales a los
solteros. Pero la novia no puede esperar, empieza a imaginar su propio
desnudamiento, cómo sería su cuerpo desnudo, cómo sería ese orgasmo tan soñado,
el deseo sube, aumenta, el motor cambia de marcha, más revoluciones. La novia
imagina su propio orgasmo. Las señales a los solteros son más que evidentes,
por medio de mensajes producidos por un primer desnudamiento, la maquinaria de
los solteros se pone en marcha. La novia sabe que los necesita para el
florecimiento de una virgen que ha alcanzado la meta de su deseo, dicho en
plata, para llegar al orgasmo.
El desbordamiento
de la energía eléctrica, con el que funciona el motor-deseo que es la novia,
llega a la maquinaria de los solteros, y llega de dos formas: gas de alumbrado
y un salto de agua, gas y agua, deseo sexual. ¿Cómo aparecen? No se sabe, son
algo dado, dispositivos que se
activan, energías que se disparan. La maquinaria de los solteros tiene varios
mecanismos que trabajan simultáneamente. Un mecanismo empieza en el salto de
agua (que no aparece en el vidrio) que mueve unas aspas, el movimiento de estas
conduce al movimiento de otra pieza, el carro que se mueve adelante y atrás,
con un chirrido que suena así: Vida lenta/ círculo vicioso/ onanismo.... Movimiento horizontal, masturbación de los
solteros. El mecanismo del carro lleva hasta el molinillo de chocolate, en el
que los solteros se muelen su propio chocolate. El primer mecanismo que
activa el deseo de los solteros lleva a la masturbación, una energía que se pierde,
un circuito cerrado dentro de la
propia maquinaria.
Un segundo
mecanismo se activa con el gas. Este pasa y llena unos moldes máchicos, moldes a los que le falta la cabeza y que se
hinchan con el gas, después pasa por unos conductos que lo enfrían y lo
solidifica. Así llega a unos tamices de forma cónica, al cribarlo una y otra
vez, el gas cambia de forma, se convierte en un líquido denso y espeso, que cae
y cae. El deseo se transforma, pasa por mecanismos que regulan su
funcionamiento dentro de la maquinaria. Al caer forma una salpicadura, una
enorme eyaculación, la mayor concentración de deseo, de energía. En ese
instante, este mecanismo se abre en dos aparatos diferentes y simultáneos: (a) La eyaculación-salpicadura se lanza hacia el ámbito de la novia, con unos
pequeños cañones salen despedidos hacia la vía láctea, zona erógena de la
novia, pero de los siete disparos, sólo uno llega a su destino, ¿coito
interruptus o mala puntería? (b) La salpicadura pasa a través de unos testigos
oculistas, tres diagramas circulares que convierten la salpicadura en imágenes,
un mirón que sí llega al ámbito de la novia.
La proyección especulativa hacia arriba pone en
funcionamiento distintos dispositivos que hacen que caiga el vestido de la
novia. El motor de la novia es de dos tiempos, y ahora entra en el segundo
tiempo. Con este desnudamiento y con la chispa de su propio motor, el deseo de
la novia se expande, busca el
florecimiento de una virgen que ha alcanzado la meta de su deseo, pero no
hay coito, no hay orgasmo, no es más que un calentón, ella tiene el culo
caliente, no más.
La energía
resultante pasa otra vez al ámbito de los solteros, el deseo entra en sus
circuitos, otro desnudamiento, tránsito eterno entre el deseo y el orgasmo, la
paradoja de Zenón aplicada al deseo, máquina que se calienta y que funciona una
y otra vez... Se trata del tránsito entre el deseo y el orgasmo, entre la
fuente del deseo y sus transformaciones, no es más que una máquina deseante
como decía Deleuze, así que todo análisis de esta obra pasa por ser un
psicoanálisis de una máquina.
Marcel Duchamp empezó
a trabajar en La novia desnudada por los
solteros, incluso en 1912, en 1923
la dejó definitivamente inacabada,
en 1936 Duchamp volvió al vidrio para
reconstruirlo después de que se hubiera roto. Como ya hemos visto, su tema es
el deseo. El siglo XX afronta este tema de un modo muy diferente que el XIX, la
diferencia se cifra en la influencia de Sade en las vanguardias y en la
importancia de la conexión entre el deseo y la violencia. Se pasa del Romanticismo
con su mitología del amor a los mecanismos y funcionamiento de la sexualidad,
de la mujer trágica a la mujer como objeto del deseo, de Isolda a la
novia-motor.
Si para Wagner el
deseo tiene un sentido, una dirección, una finalidad (la de vencer a la muerte),
para Duchamp el deseo es una pura fuerza, una energía que es mecánica, violenta
y asentimental, sin finalidad alguna y sin conexión a objeto alguno. Si para
Wagner el deseo es vertical, para Duchamp es circular.
Con ese deseo,
Duchamp establece un erotismo de precisión, sus mecanismos, su lógica, sus
transformaciones. Todo un catálogo de formas que adopta el deseo: masturbación,
mirón, calentón...
Pero el destino
del deseo es su irrealización, su insatisfacción, la novia no deja de ser
virgen, el anhelo amoroso es interminable, el coito se posterga una y otra vez,
así hasta el infinito. Los peones (como conejos de duracell erectos) siguen a
la reina por todo el tablero pero nunca llegan a cogerla.
En estas tres
características del deseo: (i) deseo como energía ciega; (ii) mecanismos del
deseo; (iii) deseo insatisfecho, Duchamp tendrá un inesperado compañero de
cama, Sigmund Freud. También para él, (i)el instinto sexual es un torrente de
energía psíquica, una fuerza que pone en movimiento toda la máquina
psicológica; qué gran vidrio habría hecho Freud, piensen en una obra con (ii)mecanismos
como la idealización, la identificación o la sublimación, o como las
transformaciones del instinto: transformación en lo contrario, orientación
hacia la propia persona, represión y sublimación, o como los mecanismos de la
neurosis: fijación, represión y regresión, además, (iii)el bueno de Freud
también sabía de la insatisfacción final del deseo, la realización total del
deseo es imposible, y esto tanto en el
desarrollo personal como a nivel cultural, siempre hay represión y
culpabilidad, es un elemento necesario, esta es la gran lección final del
complejo de Edipo.
Sin embargo, hay
dos grandes diferencias entre el psicoanalista y el artista, Freud siempre
mantuvo un ideal de verdad y de salud, para Duchamp ni una cosa ni la otra. Con
respecto al ideal de salud, Freud señaló que el desarrollo personal pasaba por
una evolución de distintas organizaciones de la sexualidad, de una bucal a otra
anal y de estas a una genital, en la obra de Duchamp todas estas organizaciones
están presentes, no hay evolución porque no hay mecanismos del deseo mejores o
más sanos que otros, no hay jerarquía porque todas las formas son legítimas. Lo
mismo ocurre con el ideal de verdad, las interpretaciones se suceden y se
adhieren a la misma obra, incluso, incluso, no verdad pero sí incluso. Pero no
sólo eso, si en Wagner hay una fusión de lenguaje y contenido, y es así como se
llega a la Verdad, este camino queda truncado en Duchamp porque hay una quiebra
del lenguaje y contenido, así se utiliza un lenguaje maquinista e industrial
para el deseo, lo mismo estaba haciendo Kafka al tratar lo absurdo y lo
angustioso con un lenguaje administrativo. Así que el camino de la verdad queda
truncado.
Pero sigamos con
el deseo, decíamos que era una fuerza mecánica y violenta, que se establecían
sus mecanismos y que quedaba finalmente insatisfecho, nos queda la consecuencia
de esta última característica, si el deseo queda insatisfecho el resultado es
la compulsión del deseo. Volver a empezar, el mecanismo de la máquina se activa
de nuevo. Una y otra vez. La compulsión del deseo fue también percibida por
otras buenas cabezas del siglo XX, por ejemplo por Franz Kafka. En El
Castillo cuenta la historia de un agrimensor que llega a un pueblo para
realizar un trabajo, allí se da cuenta de que ha habido un error y que, en
realidad, no le han contratado. El protagonista quiere entrar en el castillo,
el lugar que lo controla todo, lo intenta una y otra vez, hace una cosa y otra
para poder entrar, aunque nunca lo consigue no puede parar de intentarlo.
También lo vio Albert Camus, en El mito de Sísifo utiliza este mito para
caracterizar la experiencia del absurdo. Aquí comenta el mito de don Juan como
el más importante para comprender la experiencia erótica moderna, aquel amor “que
se sabe al mismo tiempo pasajero y singular”,
que se caracteriza por “amar y poseer, conquistar y agotar”. Con razón Denis
de Rougemont veía este mito como la mayor antítesis del mito de Tristán. Eso
sí, en la experiencia erótica moderna, el mito de don Juan no tiene nada ya que
transgredir.
Esto nos lleva a
la última característica del deseo (iv): circularidad del deseo e
hipersexualización. Un deseo compulsivo, que se activa una y otra vez, y que
aparece en contextos muy diversos. A ese diagnóstico llegó Nietzsche en El caso Wagner, al hablar de la histeria, de sus afectos convulsivos, de su inestabilidad, escribió "nada es tan moderno como esa enfermedad general, ese retardo e hiperexcitabilidad de la máquina nerviosa". Qué lejos están Tristán e Isolda, ahora sólo
quedan máquinas deseantes. Para situarnos, estamos dando una visión del vidrio
radicalmente opuesta a la de Octavio Paz en la Apariencia desnuda.
Y la muerte.
Desde 1946 hasta 1966, Duchamp trabajó en secreto en una gran obra. El secreto
llegaría hasta su muerte ya que el artista sólo permitió que la obra se hiciera
pública tras su muerte. Empecemos por la obra.
Una puerta, una
vieja puerta que Duchamp se trajo de Cadaqués, el lugar donde veraneó durante
varios años. La puerta rodeada de ladrillos. El espectador se acerca, pronto se
pregunta qué habrá detrás, ¿puertas que
se abren?, ¿qué hay detrás?, ¿se puede saber? El problema del mirar a través es una constante en la
obra de Duchamp, ya estaba desarrollado en el vidrio y también lo trató en sus
obras sobre ventanas que impiden la visión. Por tanto, mirar a través. El
espectador se apercibe que hay unos agujeros en la puerta a la altura de los
ojos. Mirar, a través, desde una perspectiva determinada, escondido, a salvo,
el voyeur se excita...
Dentro. Una escena llena de luz. Un
cuerpo femenino tumbado en un suelo con hierbas, luz de gas en su mano, al
fondo un paisaje con una cascada. Aquí están, dados: 1º la cascada, 2º luz de gas. La luz debe caer vertical, exactamente sobre el coño. La mujer-sexo, una
mujer que no le vemos la cara, tampoco le vemos un brazo; su cuerpo terso,
suave; su coño afeitado y abierto. Este se convierte en el centro de la
representación, y, al tener un punto de vista bajo, el mirón entra en él, se
funde con él.
Del erotismo de
precisión del gran vidrio a este erotismo táctil y realista, la
hipersexualización se hace más obvia y evidente. El deseo se instala en el
lugar de la novia como un fogonazo de luz. De la mujer ideal a la mujer objeto
del placer, Isolda abierta de piernas, y la violencia de nuestro deseo
supurando en la mirilla. No hace falta cara, el cuerpo femenino, amalgama de
zonas erógenas, es el objeto del deseo, de un deseo del que formamos parte, que
nos llama. Un coño que nos ve y que se refleja en nuestras pupilas, otra vez la
novia anhelante, espectadores-mirones. Voyeurismo, fetichismo, la sombra de la
masturbación..., mecanismos que se despliegan en forma de gas de luz y de cascada
de agua. Hasta aquí dentro, ver a través.
Fuera, lo que no se puede ver. Si el
gran vidrio llevaba unos textos en la Caja Verde que explicaban los mecanismos,
esta obra también tendría su libro de instrucciones. En los años ochenta se
publicaron las notas que Duchamp había dejado para desmontar y montar la
instalación, principalmente con la finalidad de transportarla al museo de
Filadelfia.
Desde fuera de la
perspectiva del mirón, la instalación presenta otra mirada, otra perspectiva. A
la manera de las imágenes dobles del método paranoico-crítico de Dalí, lo que
se ve ahora es un maniquí mutilado, absolutamente anónimo, sin cara, sin el
brazo, con un mechón de pelo colgado. En el muñón del brazo aparece la firma: Rrose
Sélavy/Duchamp, eros c´est la vie du champ. Desde esta perspectiva solo
encontramos la muerte: aquí ya no hay deseo, sólo un maniquí mutilado, pura
muerte
Como si fuera una
escultura (tortura) muerta, Duchamp separa el deseo (la vida) y la muerte en
una doble imagen, irreductibles ambas. Si el resultado del mirar-a-través, de
ver-dentro es el deseo, lo que queda fuera, y no se ve, es la muerte. Ya había
jugado con esta imagen previamente, había diseñado una puerta doble para su
casa, tres habitaciones unidas por una puerta, cuando se podía entrar en una
habitación se impedía entrar en la otra.
Duchamp estaba
desarrollando un viejo argumento que se lo debemos a Epicuro. Si la vida se
define por tener sensaciones, la muerte no puede ser otra cosa que la carencia
total de sensación, así nunca nos encontramos con la muerte, porque cuando
estamos nosotros no está la muerte, y cuando está la muerte no estamos
nosotros. Lo dejó dicho en multitud de entrevistas. ¿La muerte? No existe tal cosa. Cuando dejamos de tener conciencia del
mundo, sencillamente, se para o No
habrá ninguna diferencia entre cuando esté muerto y ahora, porque no me voy a
enterar. Esta idea la llevó hasta su epitafio en el cementerio de Ruán: Por lo demás, siempre son otros los que se
mueren.
Al separar el
deseo y la muerte, Duchamp se ponía del lado, otra vez, de Freud. Siguiendo la
estela de Schopenhauer, Freud llegó a la conclusión de que todos los instintos
no se podían reducir al sexual. Por tanto, Freud distinguió dos instintos
básico: los instintos de vida (Eros) y los de muerte (Tánatos), definiendo a
estos últimos como los impulsos de agresión, destrucción y autodestrucción. Y
se diferenciaba de los autores que identificaban los instintos de amor y de
muerte. El misticismo cristiano, Platón, Wagner, Sade y Bataille, cada uno a su
manera, apostaban por esta identificación, dos instintos que se entrecruzan, se
alimentan uno al otro, tiran del otro hasta llegar a fundirse.
Si para Wagner y
para Bataille, la muerte es transparente, más bien traslúcida, para Duchamp,
como para Shakespeare, la muerte es totalmente opaca, refractaria de todo
sentido; ajena al eros, la muerte impone
su imperio insondable. La pregunta por la muerte no tiene sentido, no hay
solución porque no hay problema.
Los autores que
identifican eros y tánatos consideran que el deseo tiene un sentido, un telos,
y que este es vertical. El deseo de unión, de fusión y de comunión funciona
como un vector vertical, que ve a la muerte como su aliada para su realización
y satisfacción total. La experiencia erótica es la única experiencia humana
capaz de vencer a la muerte, y lo hace aliándose con ella, tras la muerte es
posible una realización total. Así tanto en Platón (el deseo conduce a un tipo
de conocimiento que es una “preparación para la muerte”, una fusión con lo
verdaderamente real, “luego, cuando estemos muertos, obtendremos lo que
deseamos…”, dice en el Fedro), Wagner
(muerte transfiguradora, capaz de metamorfosear el ser y pasar de ser
individual a fundirse con el torrente vital), Sade (el máximo de placer se da
con el máximo de muerte: matar) como en Bataille (tanto en la muerte
–definitivamente- como en el éxtasis erótico –parcialmente- pasamos de la
discontinuidad de la vida individual a la continuidad originaria del ser).
Para los que
separan eros y tanatos, el amor y la muerte (Shakespeare, Duchamp, Nietzsche,
Freud), el eros es circular, sin sentido, y encuentra el obstáculo insalvable
de la muerte, su enorme imperio, su opacidad persistente; entonces… gira, gira,
gira... Amor y muerte.
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