lunes, 6 de enero de 2014

Amor y muerte: Wagner y Duchamp.




De las líneas que forman el plano de lo humano (el tiempo, la corporalidad, los otros, la libertad, la memoria...) ninguna ha tenido tanta importancia para las artes como el amor y la muerte. Amor y muerte han ido formando nuestras narraciones, historias, músicas..., han ido elaborando relatos que nos han ido enseñando a sentir y a amar.

¿Cómo se relacionan estas dos líneas? ¿Cómo se relacionan el amor y la muerte? En este texto afrontamos esta cuestión y veremos dos respuestas. Líneas que convergen y líneas que divergen, el amor que se identifica con la muerte y el amor que se separa radicalmente de la muerte: Wagner y Duchamp.

 

Señores y señoras, ¿quieren escuchar la más bella historia de amor y de muerte? Empecemos por el prólogo de nuestra historia. Los reinos de Cornualles y de Irlanda están en guerra, cada año el reino de Cornualles tiene que pagar tributo al rey de Irlanda. El mejor guerrero irlandés, Morholt, va a recibir el pago, se trata del prometido de la princesa irlandesa, Isolda. En Cornualles nadie se atreve a hacerle frente, sólo el joven Tristán, ahijado del rey Marke, hace acopio del valor necesario para entablar un combate tan desigual.

La batalla es brutal, muere Morholt y Tristán queda gravemente herido, al borde de la muerte, se abandona en un bote sin vela que va a la deriva hasta llegar a las costas de Irlanda. En la playa, lo recoge la bella Isolda, Tristán se presenta con un nombre falso, tampoco Isolda revela su identidad. Y gracias a sus mágicas artes, Isolda lo cura, pero, por el aspecto de sus heridas y por las noticias que llegan de Cornualles, se da cuenta de que tiene ante sí al asesino de su prometido. Levanta la espada de Tristán, la pone encima de su pecho, pero hay algo que le impide matarlo, se ha enamorado de él aunque no lo quiera reconocer, a la vez jura que de un modo u otro se vengará de este crimen.

Richard Wagner compuso Tristán e Isolda entre 1857 y 1859. Lo primero que escribió fue el preludio de esta magnífica ópera. Al principio suena el acorde de Tristán, un acorde armónicamente muy complejo formado por sol sostenido, la sostenido y si. La inestabilidad, la ambigüedad aparece desde el principio para dar a toda la ópera un tono desasosegante, angustioso, ingrávido. Se presentan distintos leitmotiven que surcarán la ópera, la música sube como si se tratase de olas en un mar infinito, olas que suben a lo más sublime y bajan a los abismos más terribles. El crescendo lleva a que la tónica nunca encuentre a la dominante, nunca se da ese descanso tonal que exige el sistema tonal tradicional. Tras un cénit inolvidable, el preludio termina, de nuevo, en el acorde de Tristán, pregunta sin respuesta, anhelo irrealizable.

En el primer acto, Tristán conduce a Isolda en barco de camino a Cornualles, allí la princesa se casará con el rey Marke sellando una paz duradera entre los dos reinos. Isolda, aletargada, despierta en todo su desdén, ella una moneda de cambio, un matrimonio sin amor, una venganza sin cumplir. Trama la expiación al crimen de su prometido, le dará de beber el filtro de muerte, el filtro de la reconciliación. Tristán acude a su camarote, tampoco quiere reconocer su amor, le pone su espada en su propio pecho y le dice que lo mate, Isolda también encuentra una fuerza que se lo prohíbe. Pero rauda le da de beber el filtro, y que ella se lo arrebata para beber la mitad de su contenido. Sin embargo, Bragane, su doncella, ha cambiado el filtro de muerte por el de amor. Al instante, caen locamente enamorados.
 
En el segundo acto, los amantes se ven a espaldas del rey Marke. Melot, amigo de Tristán, ha organizado una cacería nocturna para el rey. Los amantes se ven a la luz de la luna, jurándose amor eterno y abjurando del mundo hostil que les ha tocado vivir. Se abrazan en la complicidad de la Noche, a su abrigo, desterrando al Día de su mundo de amor. El dúo de amor es maravilloso, quizá unas de las páginas más hermosas que ha dado la música occidental. Sin embargo, Melot traiciona a Tristán y aparece con el rey, los amantes son descubiertos. El rey lanza un hondo quejido de dolor y decepción por alguien a quien quiere más que a un hijo. Tristán y Melot se enzarzan en un combate del que Tristán sale malherido.
 

En el tercer acto, Tristán espera a Isolda en su castillo en Bretaña, en el abismo de la muerte. Sólo Isolda puede salvarlo como hizo en otra ocasión. Tristán está desesperado, ¿para qué destino nací?... para desear y para morir... Cuando las velas del barco de Isolda aparecen, Tristán comienza a delirar, enloquece, se quita las vendas, titubeante da pasos hacia la luz de su amada, y cuando ésta llega, muere en sus brazos. Detrás llega el rey Marke, Bragane le ha contado toda la historia y viene a bendecir este amor, pero llega tarde y es la muerte la que la que domina la escena. Isolda va despacio hacia el cadáver de su amor, entonando el más bello canto de amor y de muerte, el Liebestod, la muerte por amor.

En el conocimiento de lo humano, Shakespeare hace transparente la conciencia de los personajes, abriéndolos en canal para que veamos cuáles son sus pensamientos, cómo fluye su conciencia, Wagner hace transparentes sus sentimientos, sus pasiones, en el magma sentimental de los personajes. En este sentido, su música es el  seguimiento de las pasiones, su observación, sus patologías, sus tendencias; es la lógica, la economía del deseo.

Y es que la música es el lenguaje por excelencia, es capaz de expresar casi lo inexpresable; expresa el amor, el deseo con una melodía infinita que se despliega en toda su orografía, en su recorrido. La música se funde con el deseo, lo conduce hasta sus límites, lo eleva hasta sus más altas cotas, lo rasga con el dolor y el sufrimiento.  El deseo infinito y la música infinita, el deseo que se pliega cabe sí y que explota. La música hecha deseo, la música voluptuosa. Las olas del deseo en el océano de la música, la música como verdad.

El límite del deseo es la muerte. Las notas musicales expresan la vida del sentimiento cambiante entre el anhelo extremo del placer y la deliberada nostalgia de la muerte, escribía Wagner en su diario. Amor y muerte son una única pulsión, un único impulso del espíritu que se sitúa en los límites de la experiencia humana, ambos se empujan hacia adelante, ambos se transmutan, se tornan en el otro, se empujan en el delirio.

La historia de este problema es larga. Ya Platón había visto la conexión entre amor y muerte, amamos porque somos conscientes de nuestra propia muerte, el amor nos lleva a arañar la vida, a hacer eternos unos momentos que están destinados a la muerte más atroz. Así que, desde el principio, tenemos planteado el binomio amor-muerte. Porque todo comienza con la muerte...

La ópera comienza con el lenguaje de la muerte. Isolda busca venganza, se siente traicionada, la culpa del asesinato de Molhort no ha sido expiada, ella ha ayudado a Tristán y éste le  ha abandonado cuando necesita más ayuda. El héroe está inmerso en el mundo del poder, son el honor y la gloria sus consignas. Isolda combate el lenguaje del poder de Tristán con el lenguaje de la muerte, con el filtro de la muerte. Ya estamos cerca de la meta, en el territorio de la muerte. Sin embargo, Bragane cambia de filtro de muerte por el filtro de amor. Por tanto, el primer movimiento va de la muerte al amor, éste se presenta como redentor, como salvador, en el mundo del poder y de la muerte, la única redención está en el amor. Esto hace que Tristán esté mucho más cerca de Parsifal que del Anillo.

En Wagner tenemos una metafísica del amor. Es la pasión, el amor, la fuente de toda grandeza moral y de todo conocimiento. En un mundo que es poder y que es muerte, el poder redentor está en el amor, en un mundo, como describe Schopenhauer, dominado por la pulsión de dominación, la única salida está en el poder salvífico y redentor del amor. La estatura moral de los personajes viene dada por la fuerza con la que el amor se enfrenta a la muerte y no la acepta; de la misma manera, el principal conocimiento es el que tiene a la muerte como vecino. Y es que el tema de la ópera no es otro que el poder del amor, el poder del amor sobre la vida y la muerte, Vida y muerte están sometidas al Amor.

El amor ya no es una relación finita y recíproca entre dos individuos. El amor ya no se conforma con la reciprocidad y la unión, con logros parciales de dos individuos que salen de su soledad. Ahora el amor pretende la unidad, la comunión de dos seres. Esta metafísica del amor busca y anhela la unidad absoluta e infinita. El deseo no termina y no se satisface en un objeto, ahora es deseo del deseo. Como vio muy bien Denis de Rougemont, en el fondo “Tristán e Isolda no se aman. Lo que aman es el amor, el hecho mismo de amar”.

Este deseo del deseo, este amor-pasión, está lleno de obstáculo, de dificultades. Es un amor que lucha contra el mundo entero, que se alimenta de sí mismo, que solo se satisface y se realiza fuera de la existencia, tras la muerte.

En el dúo de amor del segundo acto, el movimiento cambia, ahora va del amor a la muerte. El movimiento, la lógica del amor conduce necesariamente a la muerte. Esto ya lo vio Shakespeare, el gran Shakespeare. En las tragedias del dramaturgo inglés, la pasión lleva a la muerte, el delirio al que la pasión conduce termina necesariamente en la muerte. Ya sea el poder, la ambición, los celos, la venganza... o el amor, la lógica de la pasión conduce al abismo de la muerte. Para Shakespeare, la infinitud del deseo termina en la muerte, dice Julieta a Romeo:

Mi botín es tan ilimitado como el mar,

mi amor igual de profundo; cuanto más te lo doy

más tengo, pues ambos son infinitos.

 

De aquí al final de la obra, a Tus labios están aún calientes. Las olas del mar del deseo terminan, pues, en la playa de la muerte. Ya estamos, querido lector, en el centro del binomio.

El dúo de amor une definitivamente el amor y la muerte. Los amantes se esconden en el mundo de la Noche, lejos del mundo del Día, dominio del poder. El impulso del deseo y el impulso de la muerte se entrelazan. El deseo de unión, de ser uno, de fundirse, de disolverse en el otro, dice Tristán, ¡Tristán tú, yo Isolda, no más Tristán!, le responde Isolda, ¡Tú Isolda, Tristán yo, no más Isolda! Pero el mundo de la individuación, otra vez Schopenhauer, no lo permite, hace imposible la realización del deseo de amor. Por eso, el deseo llama a la muerte. Cantan los dos:

Noche amor, hazme olvidar que vivo,

Acógeme en tu seno,

libérame del mundo.

 

La muerte aparece como liberadora, ardientemente invocada, porque separa a los amantes de  cuanto imposibilita su amor. Tenía razón el viejo Denis de Rougemont, detrás de este amor-pasión está el amor a la muerte, porque la muerte es la condición para la realización del amor. La música de Wagner lo dice de una forma insuperable, el dúo de amor termina con el tema de la muerte por amor, del liebestod, cantada aquí por Tristán.

En el tercer acto, el amor y la muerte están totalmente unidos. Tristán viene y va a la muerte, e Isolda va a buscarle. La diferencia con Shakespeare es total, para éste la muerte es opaca, es el final de la lógica delirante de la pasión, pero detrás no hay nada más, cuando Julieta coge la daga y se la clava  diciendo ¡dame la muerte!, sobre escena queda un pathos absurdo, es la nada la que se ríe; en Wagner, la muerte no es opaca, es traslúcida, deja ver algo diferente y cuando aparece es lo sublime, jamás lo absurdo, lo que queda en escena. Los finales de Tristán y Romeo y Julieta son totalmente diferentes, aunque esta diferencia se vea especialmente con el final  del Rey Lear.

Al final de la obra, en su último suspiro de vida disuelto por la locura, Lear ve en visiones a su hija Cornelia: “¿Veis esto? ¡Miradla..., mirad sus labios..., mirad aquí, mirad aquí!” La muerte le llama, le mira a los ojos. Lear está muy lejos de Isolda cuando ésta mira a la muerte llamando a Tristán, y va hacia la muerte buscando el amor infinito, la gran salvación. Lear mira a la muerte y solo encuentra su propia muerte. No hay salida para este mundo hostil.

Lear ve visiones que son su propia locura, la muerte es opaca, refractaria a toda visión porque cualquier visión es el reflejo de la propia muerte. En Isolda es diferente. La muerte deja pasar un resquicio, es traslúcida a nuestra visión, a nuestras demandas de sentido. Por tanto, mientras que para Lear la muerte es opaca, para Isolda, es traslúcida; mientras que para Shakespeare la muerte es un límite insuperable, para Wagner, la muerte es franqueable por el amor.

El amor está unido a la muerte, Wagner se atreve a entrar en la contradicción vida-muerte, en el  binomio amor-muerte. Para él, ambos están unidos, son el mismo impulso del espíritu. Más amor supone más muerte, lo que une es lo que separa. Entre el yo y el ideal está el abismo.

La muerte es ya transfiguradora, sólo entrando en la muerte se entra en la nueva vida, porque sólo más allá de la muerte está la realidad del Amor. El amor vence a la muerte porque ésta es su aliada. Liebestod, la realización del deseo (unión, fusión, comunión de los amantes) sólo es posible en la muerte transformadora.

Wagner pertenece al selecto club de los que se han atrevido a entrar en la contradicción, una mezcla entre Hölderlin y Novalis. Este último escribía ante la tumba de su amada:

Camino al otro mundo (...)

y seré liberado,

yaceré embriagado

en brazos del Amor.

 

La realización total del deseo, la fusión infinita, la unión eterna de los amantes, se produce en la muerte transfiguradora, esta es la realización total y trágica del deseo, ...  desde el principio hasta el fin, se sacia plenamente de una vez este amor, escribía Wagner a Liszt en una célebre carta. Se consigue con la disolución de los amantes en el torrente vital, en el flujo salvaje y brutal de la vida. Liberación y catarsis al disolverse, al fundirse en el torrente de la vida con el amado. Wagner aplica su mística del amor a la metafísica de Schopenhauer (el mundo como representación: el mundo de las cosas físicas; y el mundo como voluntad: el torrente vital que crea y destruye).

En la muerte traslúcida muere Isolda, en la muerte transfigurada renace. Con los ojos muy abiertos, viendo lo que los vivos no ven, esperándola para la realización total del deseo está su amado

Suave y ligero,

cómo sonríe,

cómo los ojos

dulces abre él...

¿Lo veis amigos?

 

Los demás no pueden ver nada, sólo ella alcanza a ver lo que la muerte le permite ver. La atracción cada vez es mayor, como si fuera una melodía que la hipnotiza, como si fuera un torbellino que la atrae, la luminosidad de la nueva vida cada vez es más fuerte, al final...

¡En el ondulante oleaje, (...)

en el aliento del mundo,

en el Todo que respira...

ahogarse,

hundirse,

inconscientemente,

voluptuosidad suprema!

 

 


(Y 2)
El turno de Marcel Duchamp. Una novia, unos solteros, e incluso. Arriba la novia, a la izquierda un aparato con forma de insecto, formada por distintas piezas que se ensamblan en una extraña máquina que recuerda la forma de un insecto, una mantis religiosa incluso. La novia es esencialmente un motor, un motor de deseo que produce gasolina de amor (una secreción de las glándulas sexuales de la novia). A la derecha, la novia se abre al hilo de su deseo, se ensancha en la vía láctea, una forma vaporosa que va cambiando de color y de forma.
 
Pero contemos la historia por el principio, la novia tiene un deseo ignorante, un deseo sin más (con un toque de malicia), la vía láctea se hincha, lanza suspiros, tiene el primer florecimiento de su deseo, le lanza las primeras señales a los solteros. Pero la novia no puede esperar, empieza a imaginar su propio desnudamiento, cómo sería su cuerpo desnudo, cómo sería ese orgasmo tan soñado, el deseo sube, aumenta, el motor cambia de marcha, más revoluciones. La novia imagina su propio orgasmo. Las señales a los solteros son más que evidentes, por medio de mensajes producidos por un primer desnudamiento, la maquinaria de los solteros se pone en marcha. La novia sabe que los necesita para el florecimiento de una virgen que ha alcanzado la meta de su deseo, dicho en plata, para llegar al orgasmo.
El desbordamiento de la energía eléctrica, con el que funciona el motor-deseo que es la novia, llega a la maquinaria de los solteros, y llega de dos formas: gas de alumbrado y un salto de agua, gas y agua, deseo sexual. ¿Cómo aparecen? No se sabe, son algo dado, dispositivos que se activan, energías que se disparan. La maquinaria de los solteros tiene varios mecanismos que trabajan simultáneamente. Un mecanismo empieza en el salto de agua (que no aparece en el vidrio) que mueve unas aspas, el movimiento de estas conduce al movimiento de otra pieza, el carro que se mueve adelante y atrás, con un chirrido que suena así: Vida lenta/ círculo vicioso/ onanismo....  Movimiento horizontal, masturbación de los solteros. El mecanismo del carro lleva hasta el molinillo de chocolate, en el que los solteros se muelen su propio chocolate. El primer mecanismo que activa el deseo de los solteros lleva a la masturbación, una energía que se pierde, un circuito cerrado dentro de la propia maquinaria.
Un segundo mecanismo se activa con el gas. Este pasa y llena unos moldes máchicos, moldes a los que le falta la cabeza y que se hinchan con el gas, después pasa por unos conductos que lo enfrían y lo solidifica. Así llega a unos tamices de forma cónica, al cribarlo una y otra vez, el gas cambia de forma, se convierte en un líquido denso y espeso, que cae y cae. El deseo se transforma, pasa por mecanismos que regulan su funcionamiento dentro de la maquinaria. Al caer forma una salpicadura, una enorme eyaculación, la mayor concentración de deseo, de energía. En ese instante, este mecanismo se abre en dos aparatos diferentes y simultáneos:  (a) La eyaculación-salpicadura se  lanza hacia el ámbito de la novia, con unos pequeños cañones salen despedidos hacia la vía láctea, zona erógena de la novia, pero de los siete disparos, sólo uno llega a su destino, ¿coito interruptus o mala puntería? (b) La salpicadura pasa a través de unos testigos oculistas, tres diagramas circulares que convierten la salpicadura en imágenes, un mirón que sí llega al ámbito de la novia.
La proyección especulativa hacia arriba pone en funcionamiento distintos dispositivos que hacen que caiga el vestido de la novia. El motor de la novia es de dos tiempos, y ahora entra en el segundo tiempo. Con este desnudamiento y con la chispa de su propio motor, el deseo de la novia se expande, busca el florecimiento de una virgen que ha alcanzado la meta de su deseo, pero no hay coito, no hay orgasmo, no es más que un calentón, ella tiene el culo caliente, no más.
La energía resultante pasa otra vez al ámbito de los solteros, el deseo entra en sus circuitos, otro desnudamiento, tránsito eterno entre el deseo y el orgasmo, la paradoja de Zenón aplicada al deseo, máquina que se calienta y que funciona una y otra vez... Se trata del tránsito entre el deseo y el orgasmo, entre la fuente del deseo y sus transformaciones, no es más que una máquina deseante como decía Deleuze, así que todo análisis de esta obra pasa por ser un psicoanálisis de una máquina.
Marcel Duchamp empezó a trabajar en La novia desnudada por los solteros, incluso en 1912, en 1923  la dejó definitivamente inacabada, en 1936  Duchamp volvió al vidrio para reconstruirlo después de que se hubiera roto. Como ya hemos visto, su tema es el deseo. El siglo XX afronta este tema de un modo muy diferente que el XIX, la diferencia se cifra en la influencia de Sade en las vanguardias y en la importancia de la conexión entre el deseo y la violencia. Se pasa del Romanticismo con su mitología del amor a los mecanismos y funcionamiento de la sexualidad, de la mujer trágica a la mujer como objeto del deseo, de Isolda a la novia-motor.
Si para Wagner el deseo tiene un sentido, una dirección, una finalidad (la de vencer a la muerte), para Duchamp el deseo es una pura fuerza, una energía que es mecánica, violenta y asentimental, sin finalidad alguna y sin conexión a objeto alguno. Si para Wagner el deseo es vertical, para Duchamp es circular.
Con ese deseo, Duchamp establece un erotismo de precisión, sus mecanismos, su lógica, sus transformaciones. Todo un catálogo de formas que adopta el deseo: masturbación, mirón, calentón...
Pero el destino del deseo es su irrealización, su insatisfacción, la novia no deja de ser virgen, el anhelo amoroso es interminable, el coito se posterga una y otra vez, así hasta el infinito. Los peones (como conejos de duracell erectos) siguen a la reina por todo el tablero pero nunca llegan a cogerla.
En estas tres características del deseo: (i) deseo como energía ciega; (ii) mecanismos del deseo; (iii) deseo insatisfecho, Duchamp tendrá un inesperado compañero de cama, Sigmund Freud. También para él, (i)el instinto sexual es un torrente de energía psíquica, una fuerza que pone en movimiento toda la máquina psicológica; qué gran vidrio habría hecho Freud, piensen en una obra con (ii)mecanismos como la idealización, la identificación o la sublimación, o como las transformaciones del instinto: transformación en lo contrario, orientación hacia la propia persona, represión y sublimación, o como los mecanismos de la neurosis: fijación, represión y regresión, además, (iii)el bueno de Freud también sabía de la insatisfacción final del deseo, la realización total del deseo es imposible, y esto tanto en el  desarrollo personal como a nivel cultural, siempre hay represión y culpabilidad, es un elemento necesario, esta es la gran lección final del complejo de Edipo.
Sin embargo, hay dos grandes diferencias entre el psicoanalista y el artista, Freud siempre mantuvo un ideal de verdad y de salud, para Duchamp ni una cosa ni la otra. Con respecto al ideal de salud, Freud señaló que el desarrollo personal pasaba por una evolución de distintas organizaciones de la sexualidad, de una bucal a otra anal y de estas a una genital, en la obra de Duchamp todas estas organizaciones están presentes, no hay evolución porque no hay mecanismos del deseo mejores o más sanos que otros, no hay jerarquía porque todas las formas son legítimas. Lo mismo ocurre con el ideal de verdad, las interpretaciones se suceden y se adhieren a la misma obra, incluso, incluso, no verdad pero sí incluso. Pero no sólo eso, si en Wagner hay una fusión de lenguaje y contenido, y es así como se llega a la Verdad, este camino queda truncado en Duchamp porque hay una quiebra del lenguaje y contenido, así se utiliza un lenguaje maquinista e industrial para el deseo, lo mismo estaba haciendo Kafka al tratar lo absurdo y lo angustioso con un lenguaje administrativo. Así que el camino de la verdad queda truncado.
Pero sigamos con el deseo, decíamos que era una fuerza mecánica y violenta, que se establecían sus mecanismos y que quedaba finalmente insatisfecho, nos queda la consecuencia de esta última característica, si el deseo queda insatisfecho el resultado es la compulsión del deseo. Volver a empezar, el mecanismo de la máquina se activa de nuevo. Una y otra vez. La compulsión del deseo fue también percibida por otras buenas cabezas del siglo XX, por ejemplo por Franz Kafka. En El Castillo cuenta la historia de un agrimensor que llega a un pueblo para realizar un trabajo, allí se da cuenta de que ha habido un error y que, en realidad, no le han contratado. El protagonista quiere entrar en el castillo, el lugar que lo controla todo, lo intenta una y otra vez, hace una cosa y otra para poder entrar, aunque nunca lo consigue no puede parar de intentarlo. También lo vio Albert Camus, en El mito de Sísifo utiliza este mito para caracterizar la experiencia del absurdo. Aquí comenta el mito de don Juan como el más importante para comprender la experiencia erótica moderna, aquel amor “que se sabe al mismo tiempo pasajero y singular”,  que se caracteriza por “amar y poseer, conquistar y agotar”. Con razón Denis de Rougemont veía este mito como la mayor antítesis del mito de Tristán. Eso sí, en la experiencia erótica moderna, el mito de don Juan no tiene nada ya que transgredir.
Esto nos lleva a la última característica del deseo (iv): circularidad del deseo e hipersexualización. Un deseo compulsivo, que se activa una y otra vez, y que aparece en contextos muy diversos. A ese diagnóstico llegó Nietzsche en El caso Wagner, al hablar de la histeria, de sus afectos convulsivos, de su inestabilidad, escribió "nada es tan moderno como esa enfermedad general, ese retardo e hiperexcitabilidad de la máquina nerviosa". Qué lejos están Tristán e Isolda, ahora sólo quedan máquinas deseantes. Para situarnos, estamos dando una visión del vidrio radicalmente opuesta a la de Octavio Paz en la Apariencia desnuda.
 
Y la muerte. Desde 1946 hasta 1966, Duchamp trabajó en secreto en una gran obra. El secreto llegaría hasta su muerte ya que el artista sólo permitió que la obra se hiciera pública tras su muerte. Empecemos por la obra.
Una puerta, una vieja puerta que Duchamp se trajo de Cadaqués, el lugar donde veraneó durante varios años. La puerta rodeada de ladrillos. El espectador se acerca, pronto se pregunta qué habrá detrás,  ¿puertas que se abren?, ¿qué hay detrás?, ¿se puede saber? El problema del mirar a través es una constante en la obra de Duchamp, ya estaba desarrollado en el vidrio y también lo trató en sus obras sobre ventanas que impiden la visión. Por tanto, mirar a través. El espectador se apercibe que hay unos agujeros en la puerta a la altura de los ojos. Mirar, a través, desde una perspectiva determinada, escondido, a salvo, el voyeur se excita...
 
Dentro. Una escena llena de luz. Un cuerpo femenino tumbado en un suelo con hierbas, luz de gas en su mano, al fondo un paisaje con una cascada. Aquí están, dados: 1º la cascada, 2º luz de gas. La luz debe caer vertical, exactamente sobre el coño. La mujer-sexo, una mujer que no le vemos la cara, tampoco le vemos un brazo; su cuerpo terso, suave; su coño afeitado y abierto. Este se convierte en el centro de la representación, y, al tener un punto de vista bajo, el mirón entra en él, se funde con él.
 
Del erotismo de precisión del gran vidrio a este erotismo táctil y realista, la hipersexualización se hace más obvia y evidente. El deseo se instala en el lugar de la novia como un fogonazo de luz. De la mujer ideal a la mujer objeto del placer, Isolda abierta de piernas, y la violencia de nuestro deseo supurando en la mirilla. No hace falta cara, el cuerpo femenino, amalgama de zonas erógenas, es el objeto del deseo, de un deseo del que formamos parte, que nos llama. Un coño que nos ve y que se refleja en nuestras pupilas, otra vez la novia anhelante, espectadores-mirones. Voyeurismo, fetichismo, la sombra de la masturbación..., mecanismos que se despliegan en forma de gas de luz y de cascada de agua. Hasta aquí dentro, ver a través.
Fuera, lo que no se puede ver. Si el gran vidrio llevaba unos textos en la Caja Verde que explicaban los mecanismos, esta obra también tendría su libro de instrucciones. En los años ochenta se publicaron las notas que Duchamp había dejado para desmontar y montar la instalación, principalmente con la finalidad de transportarla al museo de Filadelfia.
Desde fuera de la perspectiva del mirón, la instalación presenta otra mirada, otra perspectiva. A la manera de las imágenes dobles del método paranoico-crítico de Dalí, lo que se ve ahora es un maniquí mutilado, absolutamente anónimo, sin cara, sin el brazo, con un mechón de pelo colgado. En el muñón del brazo aparece la firma: Rrose Sélavy/Duchamp, eros c´est la vie du champ. Desde esta perspectiva solo encontramos la muerte: aquí ya no hay deseo, sólo un maniquí mutilado, pura muerte
Como si fuera una escultura (tortura) muerta, Duchamp separa el deseo (la vida) y la muerte en una doble imagen, irreductibles ambas. Si el resultado del mirar-a-través, de ver-dentro es el deseo, lo que queda fuera, y no se ve, es la muerte. Ya había jugado con esta imagen previamente, había diseñado una puerta doble para su casa, tres habitaciones unidas por una puerta, cuando se podía entrar en una habitación se impedía entrar en la otra.
 
Duchamp estaba desarrollando un viejo argumento que se lo debemos a Epicuro. Si la vida se define por tener sensaciones, la muerte no puede ser otra cosa que la carencia total de sensación, así nunca nos encontramos con la muerte, porque cuando estamos nosotros no está la muerte, y cuando está la muerte no estamos nosotros. Lo dejó dicho en multitud de entrevistas. ¿La muerte? No existe tal cosa. Cuando dejamos de tener conciencia del mundo, sencillamente, se para o No habrá ninguna diferencia entre cuando esté muerto y ahora, porque no me voy a enterar. Esta idea la llevó hasta su epitafio en el cementerio de Ruán: Por lo demás, siempre son otros los que se mueren.
Al separar el deseo y la muerte, Duchamp se ponía del lado, otra vez, de Freud. Siguiendo la estela de Schopenhauer, Freud llegó a la conclusión de que todos los instintos no se podían reducir al sexual. Por tanto, Freud distinguió dos instintos básico: los instintos de vida (Eros) y los de muerte (Tánatos), definiendo a estos últimos como los impulsos de agresión, destrucción y autodestrucción. Y se diferenciaba de los autores que identificaban los instintos de amor y de muerte. El misticismo cristiano, Platón, Wagner, Sade y Bataille, cada uno a su manera, apostaban por esta identificación, dos instintos que se entrecruzan, se alimentan uno al otro, tiran del otro hasta llegar a fundirse.
Si para Wagner y para Bataille, la muerte es transparente, más bien traslúcida, para Duchamp, como para Shakespeare, la muerte es totalmente opaca, refractaria de todo sentido;  ajena al eros, la muerte impone su imperio insondable. La pregunta por la muerte no tiene sentido, no hay solución porque no hay problema.
Los autores que identifican eros y tánatos consideran que el deseo tiene un sentido, un telos, y que este es vertical. El deseo de unión, de fusión y de comunión funciona como un vector vertical, que ve a la muerte como su aliada para su realización y satisfacción total. La experiencia erótica es la única experiencia humana capaz de vencer a la muerte, y lo hace aliándose con ella, tras la muerte es posible una realización total. Así tanto en Platón (el deseo conduce a un tipo de conocimiento que es una “preparación para la muerte”, una fusión con lo verdaderamente real, “luego, cuando estemos muertos, obtendremos lo que deseamos…”, dice en el Fedro), Wagner (muerte transfiguradora, capaz de metamorfosear el ser y pasar de ser individual a fundirse con el torrente vital), Sade (el máximo de placer se da con el máximo de muerte: matar) como en Bataille (tanto en la muerte –definitivamente- como en el éxtasis erótico –parcialmente- pasamos de la discontinuidad de la vida individual a la continuidad originaria del ser).
Para los que separan eros y tanatos, el amor y la muerte (Shakespeare, Duchamp, Nietzsche, Freud), el eros es circular, sin sentido, y encuentra el obstáculo insalvable de la muerte, su enorme imperio, su opacidad persistente; entonces… gira, gira, gira... Amor y muerte.
 
 



 

 

 

 

 

 

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

 

 

 

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