jueves, 11 de septiembre de 2014

La noción de retrato en Ghirlandaio


Si queremos situar nuestro problema, tendríamos que empezar por darle la razón a Todorov en su ensayo el Elogio del individuo. Este autor caracteriza el Renacimiento, no como una vuelta a la antigüedad, sino por un fenómeno que hunde sus raíces en el final de la Edad Media y que eclosiona en el siglo XV, se trata de la aparición del individuo. Es en la pintura flamenca donde se pueden seguir las huellas de este fenómeno, es en la pintura de Robert Campin, de Jan van Eyck, de Rogier van der Weyden, con su realismo individualizado.

Ya tenemos al individuo en liza, en esta entrada trataremos cuestiones relacionadas con el retrato, esto es, a qué noción de subjetividad remite el retrato y cómo se relacionan la representación y el sí mismo de la subjetividad. Nuestro recorrido comienza con Ghirlandaio y terminará con Picasso.

En 1490 Domenico Ghirlandaio hizo un retrato a Giovanna degli Albizzi Tornabuoni, este retrato pertenece a la colección del museo Thyssen. Giovanna murió dos años antes de parto, acababa de cumplir 20 años. El retrato de Ghirlandaio subraya tres aspectos del personaje: la belleza de su figura, las joyas de su boda con Lorenzo y su religiosidad apuntada por el devocionario y el rosario de la derecha.



            Proponemos una mirada sobre el retrato de Giovanna. Ghirlandaio retrató en esta tabla a una mujer que murió muy joven y que pertenecía a una de las familias florentinas de más postín, los Tornabuoni. El cuadro muestra varias tensiones. El personaje se presenta con inocencia, con ingenuidad, el pintor ha resaltado el encanto y la gracia de su rostro; pero a la vez, la determinación de la mirada le da seguridad, dignidad y porte al personaje. La representación insiste en la belleza física, pero no se queda en el físico, la mirada directa le da una honestidad que revela una personalidad limpia. Ghirlandaio sabía lo que quería la familia Tornabuoni con este retrato póstumo. Por una parte, el retrato muestra una presencia del personaje que se destaca sobre el fondo oscuro, pero, por la otra, el retrato marca una distancia y una lejanía del mismo personaje. El recuerdo de un ser querido que se fue.

            Pero, en el retrato, ¿dónde está Giovanna?, ¿quién es?, ¿cómo es? La representación nos muestra un personaje esquivo, que elude mostrarse. Y esto por varias razones. La mirada recorre el cuadro, empieza por el traje amarillo, Ghirlandaio lo sabe y pone ahí la inicial del nombre del esposo, Lorenzo. Los ojos van subiendo por un cuello extremadamente largo y lineal, los rizos dorados, el rostro hermoso bañado de luz. Se detiene en la belleza de Giovanna, uno de los rasgos que subraya el pintor. Después la mirada baja de forma acelerada por la izquierda, se detiene en las dos joyas, una colocada en el fondo y la otra cuelga del cuello, son las joyas de la boda, el acontecimiento más importante en la vida de la retratada. La mirada sigue en horizontal, del rojo de las joyas al rojo del vestido, y de ahí asciende por la derecha, del libro de las horas al rosario, aquí la representación alude a la virtud y a la devoción del personaje. El recorrido de la mirada termina en el cartel, en el que Ghirlandaio recurre a un epigrama de Marcial: “¡Ojalá pudiera el arte reproducir el carácter y el espíritu! En toda la tierra no se encontraría un cuadro más bello”. Ghirlandaio pretende representar al personaje en su apariencia y en su carácter, pero el pintor se pierde en su tendencia descriptiva. La riqueza de los vestidos, el peinado, las joyas; y, además, su insistencia en la belleza del personaje y en su virtudes de buena esposa y de buena cristiana. El personaje queda diluido entre todo esto.

            ¿Dónde está Giovanna? ¿Quién es? Al ser un retrato póstumo bascula entre la voluntad de idealización, que muestra las bondades del personaje y que lo presenta como carente de presente, de inmediatez y de vida; y la voluntad de permanencia e inmutabilidad que no pretende representar al retratado como un persona viva que se relaciona con el mundo, sino como alguien que no puede cambiar, que es ajeno al mundo. El resultado es, otra vez, que el personaje queda sólo aludido en la representación, ésta sólo toca al individuo tangencialmente, se le muestra sólo parcialmente. El retrato se queda en la apariencia física y en sus características, pero el personaje, su vida psicológica, queda meramente apuntado.

            El retrato de Ghirlandaio resume las innovaciones del retrato del Quattrocento. Un retrato conmemorativo, con pretensiones meramente descriptivas, que muestra a los personajes de forma idealizada. Frente a este modelo de retrato, Leonardo propone el retrato clasicista. Además de representar físicamente al personaje, el retrato confiere un sentido de vida a las imágenes por medio del movimiento y de la expresión. La composición se centraliza y se unifica para mostrar la personalidad del retratado. Por tanto, si en el Quattrocento el retrato tiene un sentido descriptivo, el retrato clasicista tendrá un sentido dramático, hay que dejar actuar a la personalidad del retratado.

             Leonardo pretende representar, como decía él,  “los mecanismos del pensamiento”. Para entender esto piensen en La última cena, donde cada personaje muestra la expresión de una sensibilidad o de ánimo; el fresco analiza cómo se exteriorizan estos sentimientos.



            El proyecto artístico de Leonardo es conferir vida a los retratos, y lo hace captando las emociones, los afectos, los sentimientos que se dan en un momento determinado. Decía Pope-Hennessey que, en la Gioconda, a Leonardo no le interesa ni el carácter ni la personalidad del retratado, sólo captar ese instante de vida, las emociones, y su dramatización; esa vida psicológica que palpita en un instante. El personaje que aparece en este retrato, a diferencia del de Ghirlandaio, es un personaje vital, que vibra, que late en sus sentimientos y afectos, una subjetividad fragmentada en los instantes, en el presente más absoluto.

            Desarrollando las ideas de Leonardo, Rafael cambia la relación entre la representación y la subjetividad. Ahora interesa, no tanto la captación instantánea de la subjetividad, como los elementos más permanentes del carácter o personalidad del individuo. El retrato está concebido como una imagen psicológicamente fiel que se basa en un análisis del carácter del personaje. Si a Leonardo le interesaban tanto los sentimientos como su dramatización, a Rafael le interesa el carácter y la personalidad del individuo, esto es, la forma de ser permanente de una subjetividad.

            Fíjense en el extraordinario retrato del cardenal. Fíjense en su rostro. Si en la Gioconda encontramos un ritmo, cierto oleaje, una oscilación contenida que expresa el misterio de esta mujer a la que Leonardo trataba constantemente de hacer reír, en el cuadro de Rafael el misterio deja paso a una expresión más fuerte y directa, dura y rotunda. En los ojos del cardenal, en sus labios, en su nariz, encontramos un carácter que nos habla de inteligencia, de poder, de cierta malicia, de constancia y perseverancia. Troppo vero. Esta transición de lo instantáneo a lo permanente lo encontramos también en el maravilloso retrato de Castiglione. Rafael realiza un profundo análisis psicológico del personaje; lo que Leonardo vislumbraba, Rafael analiza. Se nos abre el yo del personaje, su subjetividad singular. La representación, con su lenguaje particular, es la encargada de mostrar ese nuevo ámbito que es el yo.



            Durero desarrolla las ideas de Leonardo en un sentido diferente que Rafael. Al igual que Leonardo, Durero está en la pugna por la reivindicación del artista moderno, pero, a diferencia del florentino, Durero interpreta esta pugna en la clave del autorretrato. Ningún artista se había preocupado tanto por este género como el artista de Nuremberg. Se le conocen alrededor de una decena de autorretratos, desde que tenía 14 años hasta poco antes de su muerte. En ellos reivindica una condición social más elevada, pero, más significativo a nuestro propósito, es su reflexión sobre el acto de creación artística y sobre la originalidad del mismo. En 1500 fecha un autorretrato realmente sensacional, se presenta el artista de modo frontal y en total concentración, con una iconografía antes reservada a la figura de Cristo. Nada más lejos de la realidad que considerar este autorretrato como un acto blasfemo, en realidad es lo contrario. Durero está apostando por una identificación mística del artista con Dios, dicho de otro modo, el poder de creación del artista procede del poder divino. El arte no es algo intuitivo, descriptivo, sino que es un acto intelectual de origen divino.

 

            Las reflexiones sobre el acto artístico continúan en la obra de Durero; trata esta cuestión en uno de sus grabados más famosos, Melancolía I. A partir de la teoría de los cuatro humores (que correspondían con cuatro tipos humanos: el colérico, el flemático, el sanguíneo y el melancólico), Durero realiza una reflexión sobre el carácter melancólico y saturnino del artista moderno. Esto implica una meditación sobre las facultades mentales implicadas, la importancia de la geometría y la inspiración que eleva al artista.

            Si a Rafael le interesaba la subjetividad del retratado, a Durero le interesa su propia subjetividad. En una ocasión, Erasmo de Rotterdam señaló que Durero “lo pinta todo, incluso aquello que no se puede pintar: el fuego, la luz, el trueno..; los pensamientos, los sentimientos, al fin y al cabo, el alma humana que se manifiesta en la imagen del cuerpo; incluso la voz misma”. Lo que nos interesa a nosotros es mostrar cuáles son esos “pensamientos”, esa topografía del “alma humana”. En Durero confluyen sus reflexiones sobre su propia subjetividad con reflexiones sobre el artista moderno, sobre la melancolía, sobre la experiencia religiosa, sobre la noción de genio. Con otras palabras, el autoanálisis le lleva a un sí mismo que reflexiona sobre estas experiencias. El sí mismo, el yo es para Durero un ámbito de experiencias, un tipo de reflexiones que le llevan a sí mismo.

            Panosfky, al final de su libro sobre Durero, comenta una anécdota que puede iluminar las diferencias a las que estamos apuntando entre Rafael y Durero. Durero recibió un dibujo de Rafael que conservó como oro en paño durante toda su vida, aunque posteriormente se ha sabido que el dibujo no salió de la mano de Rafael sino de su taller. Pero no nos equivoquemos, en el fondo Rafael no engañó a nadie, le mandó una muestra de su lenguaje, de su tipo de representación, aunque Durero siempre pensó que había salido de la mano del artista italiano. Mientras que para uno lo importante era el sistema de representación capaz de entrar en la subjetividad del retratado, para el otro lo relevante era que procediera de la subjetividad del artista. Dos enfoques bastante diferentes.

            Todas estas experiencias del yo que estamos viendo en Ghirlandaio (una subjetividad fugaz), Leonardo (la emoción y el sentimiento de un instante), Rafael (el carácter y la personalidad) y Durero (el yo como ámbito de experiencias) son tematizadas y teorizadas en una teoría del yo. Y esta la encontramos al final del siglo XVI en un libro realmente extraordinario, los Ensayos de Michel de Montaigne.

            Estamos en 1570, Montaigne tiene 37 años y se siente viejo. Se encierra en la torre de su castillo y reflexiona sobre sí mismo. Rodeado de una biblioteca circular se vuelca sobre sí mismo. Al igual que Rafael y Durero, se adentra en la subjetividad, gira la mirada a sí mismo.

La imagen del yo que nos da Montaigne es una subjetividad temblorosa, vacilante. Su característica fundamental es su inestabilidad, el yo siempre está en constante cambio, no es una identidad cerrada, no tiene una forma sólida ni constante, sino que está permanentemente en cambio y en movimiento. Es más pasional que racional y su libertad es muy limitada, por tanto, se trata de una subjetividad débil. Un yo demasiado cercano a la locura, como mostró el mejor lector de Montaigne, Shakespeare.

            Es un yo abierto, no narcisista. Un sí mismo no ensimismado, sino abierto al mundo y a sus experiencias. Un yo que se pierde y que necesita reencontrarse a través del mundo es un yo que se forma al reflexionar sobre sus experiencias, en este sentido es muy parecido a lo que decíamos de Durero, un yo como un ámbito de experiencias y reflexiones. Es un yo abierto a los demás, a los otros, al propio cuerpo, al mundo. Un yo, por lo tanto, que rehuye del solipsismo y que se forma a posteriori a través de sus reflexiones y experiencias.

            El yo, para Montaigne, es inaprehensible, no puede captarse totalmente a sí mismo, cuando pretende autoconocerse se escapa como arena entre los dedos. La única mirada sobre sí mismo solo puede hacerla en el presente, un yo que no es más que un torrente de conciencia solo puede captarse a sí mismo en el instante del presente. Al igual que Leonardo, la única forma de captar a este yo vital es el instante, el fogonazo del presente.

            Montaigne escribe sobre su yo, sobre sus reflexiones y experiencias porque el lenguaje, la escritura es  la que muestra y la que puede asir, la que enseña y sostiene al yo. El yo de Montaigne se despliega en sus escritos, éstos muestran las reflexiones sobre los mil temas que le preocupan, muestran sus experiencias, sus obsesiones, sus miedos. Es la escritura la que da sostén a la subjetividad, la que le procura consistencia, solidez: “yo soy la materia de mi libro”.

            Por tanto, y a modo de resumen de lo dicho desde Ghirlandaio a Montaigne, el problema consiste en la relación entre la representación y la subjetividad. La respuesta de Montaigne viene a ser la siguiente: una subjetividad débil y una representación débil que se necesitan y se requieren mutuamente, un yo que necesita del retrato y del lenguaje para sostenerse, y un retrato que es un lenguaje que se alimenta del yo, que lo muestra tan incompleto como lo es el propio yo.


            Pronto la relación entre la representación y la subjetividad cambió radicalmente. Este cambio viene con los autorretratos de Rembrandt. Desde su juventud hasta 1669, el año de su muerte, Rembrandt pintó alrededor de noventa autorretratos entre pinturas, grabados y dibujos. La pregunta parece clara, ¿por qué Rembrandt se pintó tanto a sí  mismo?

            El pintor hizo autorretratos desde sus inicios en Leiden; en la década de 1630, ya en Amsterdam, se pinta disfrazado, haciendo muecas, con una mirada arrogante y orgullosa. En la década de 1640 sigue esta tónica. Es muy probable que esta profusión de autorretratos en estos años se deba a la existencia de un mercado y una demanda de cuadros en los que el pintor se pinta a sí mismo mostrado su estilo, su técnica y sus extravagancias.

            Pero en torno a 1648, sus autorretratos cambian profundamente, cambia radicalmente la representación de sí mismo. Durante sus últimos veinte años de vida, Rembrandt cambia la mirada de sus autorretratos. Una mirada taciturna, extrañada, reflexiva. Sus retratos van adquiriendo una gravedad, cierto peso. La carnalidad de su rostro va teniendo cada vez más importancia en unos retratos que van mostrando cómo el tiempo va pasando.

 

 

            Es preciso hacer una advertencia. Los autorretratos de Rembrandt no conforman su autobiografía, el conjunto no forma una visión homogénea y, principalmente, como dice Kenneth Clark, no podemos seguir los hechos de la vida de Rembrandt a través de sus autorretratos. No es una autobiografía, no se reflejan las respuestas del pintor a los hechos que marcaron su vida.

            Para iluminar, en alguna medida, esta cuestión de los autorretratos proponemos un rodeo. René Descartes publicó en 1637 el Discurso del método en Leiden, la ciudad natal de Rembrandt. En este escrito y otros sucesivos, Descartes fue esbozando su teoría del yo, teoría que se oponía a la que Montaigne había mantenido más de medio siglo atrás. Si el yo para Montaigne era débil, pasional, dubitativo, para Descartes el yo es sólido, poderoso. Si, para el primero, el yo es inaprehensible, sólo captable  en el presente y en la escritura, para el segundo, el yo se capta a sí mismo en la verdad más absoluta, “pienso, luego soy”, y rige su vida desde la razón y la libertad. Es un yo dominador, ávido de control, y al igual que Fausto, con una voluntad de superar sus límites.

            El yo para Descartes es distinto al cuerpo, “yo era una sustancia cuya total esencia o naturaleza es pensar, y que no necesita, para ser, de lugar alguno ni depender de ninguna cosa material. De manera que ese yo, es decir, mi alma por la cual yo soy, es enteramente distinta del cuerpo...”.

            Por tanto, un yo poderoso, racional... y espiritual. Descartes articula el funcionamiento del yo señalando que este yo es una sustancia. Significa esto que el yo-sustancia es lo que mantiene nuestra identidad, lo que no cambia con el tiempo, el verdadero centro de gravedad de nuestra subjetividad. Este yo-sustancia realiza o lleva a cabo actos de conciencia, esto es, piensa, imagina, desea, actúa, etc., todo estos son los actos del yo, actos que remiten al yo que les da identidad. Por ello, el yo no se puede reducir a estos actos de conciencia, es un a priori de los mismos. ¿Cuál es el aire de familia entre Descartes y Rembrandt?

 


            Volvamos a la cuestión antes planteada: ¿por qué hizo Rembrandt tal cantidad de autorretratos? En lo referente a los autorretratos de los últimos veinte años, creemos que lo más razonable sería pensar que el pintor está haciendo un ejercicio de autoanálisis o autoindagación, esto es,  una mirada reflexiva que responde a un pregunta por sí mismo. Pero lo interesante es indagar qué tipo de autoanálisis, sobre qué tipo de subjetividad y a qué tipo de experiencia de la subjetividad responde.

            Rembrandt introdujo en el retrato y en el autorretrato la cuestión de la verdad. No tiene ningún sentido comparar dos autorretratos de Durero y preguntarse cuál de los dos es más verdadero, ni preguntarse sobre la verdad de uno de sus autorretratos. El virus de la verdad inoculado por Descartes y por Caravaggio, cambia la noción de autorretrato. La subjetividad, el yo permanente se convierte en el referente de la representación, la verdad de la representación remite a la adecuación con un yo previo y a priori.

            En estos últimos autorretratos, señala Kenneth Clark, el artista “descubre unos caracteres, que suelen ser fragmentos del propio carácter del autor. El rostro de Rembrandt sigue mostrando variaciones, incluso cuando ya ha dejado de engalanarse y de montar escenas, pero son todos rostros del mismo hombre. Son muchos los estados de ánimo -trágico, resignado, humorístico, introvertido, extrovertido-, pero es el mismo rostro”. Podríamos dar un paso más en el análisis de este crítico, y así decir que son muchas las representaciones, pero es el mismo yo.

            Rembrandt hace una descripción de su yo, pinta un conjunto de representaciones que remiten a un yo permanente pero que no lo agotan. Al igual que Descartes, el yo sustancia no se agota en sus actos de conciencia, es anterior e irreductible a ellos. La representación no puede agotar al yo-sustancia. El pintor holandés descubrió la radical incompletitud de la representación con respecto al yo que da identidad, que subyace bajo toda la actividad del yo.  Si bien Leonardo pretendía captar un yo fragmentario en la emoción instantánea, la instantaneidad del autorretrato en Rembrandt no puede captar de forma total a un yo permanente.

 

            En la época de las vanguardias, la relación entre la representación y la subjetividad volvió a cambiar. En lo referente a la subjetividad, la filosofía del último tercio del siglo XIX y del siglo XX ha criticado al yo de Descartes por su autosuficiencia y excesivas pretensiones. Esta crítica ha sido desde todos los puntos de vista: por su incompetencia para entender la importancia del cuerpo (Nietzsche, Merleau-Ponty); por desconocer la importancia del inconsciente (Freud); por no reconocer el carácter constitutivo de la intersubjetividad (Habermas); por su ignorancia del lenguaje (Wittgenstein); por su inocencia sobre la importancia de las estructuras sociales (Marx, Foucault); por su ceguera hacia el mundo (Husserl); por su cerrazón hacia el otro (Levinas); por su incapacidad de articular el tiempo (Heidegger, Ortega); por su miopía hacia la memoria (Benjamin). El resultado ha sido una disolución del sujeto, un desfondamiento de ese yo sólido, robusto y con una faústica vocación de poder.

            El correlato del yo cartesiano en el arte, vía Rousseau,  fue la figura del genio. Este yo estético también saltó por los aires. Primero fue Keats con su crítica a la figura del poeta, después tanto Pessoa como Machado dieron la puntilla a ese yo romántico, creador y unívoco.

 

 

            Cuando Gertrude Stein mostró su descontento por el retrato que Picasso le había hecho, el artista le respondió solemnemente: “No te pongas así, mujer; ahora no pareces mucho, pero ya te parecerás”. Félix de Azúa en su Diccionario de las artes, desarrollando ideas de Baudelaire , apunta, en entrada “Caricatura”,  que “la caricatura es el modo dominante de la expresión artística del siglo XX”. El carácter de la representación viene dado por la impronta de la caricatura, esto es lo que marca su relación con la subjetividad disuelta. “Una nueva `semejanza´ cuya verdad no está en la Idea, ni en el sujeto representable, ni en el objeto representado. Está sólo en la propia y autónoma pintura. La distancia entre el modelo y la copia se vuelve infinita (...): el infinito de la caricatura es un infinito negativo. El modelo debe hacer todo lo posible para asemejarse a su caricatura”. Por tanto, la representación se vuelve autónoma en la época de las vanguardias, se vuelve autosuficiente con respecto a la subjetividad representada. Es más, la representación se vuelve el sostén, la articulación y la arquitectura de un sujeto que se ha desfondado. Con Picasso se entra en un paradigma radicalmente contrario al que veíamos en Rembrandt. Si con el último, la representación adquiría realidad por su apelación a la subjetividad absoluta, con Picasso y las vanguardias, es la representación absoluta lo que confiere realidad a un yo disuelto.


            Para terminar, lo juro, sólo queda un paso. En la época del arte postvanguardista, la representación ha perdido su carácter absoluto, su pretensión de verdad se ha ido disolviendo. La caricatura se ha quedado solamente con su forma negativa, una máscara desenmascarada, y nada más. La subjetividad se ha hecho líquida, débil, pero lo mismo le ha ocurrido a la representación. Ninguna otorga realidad a la otra, y, sin embargo, en su nulidad, una se apoya en la otra, en su debilidad, una permite el acontecer, ese acceso de realidad, a la otra.

            Con todo esto a nuestras espaldas, miro de nuevo a Giovanna. Al igual que en nosotros, veo una subjetividad que se dispersa en sus experiencias, que no tiene solidez ni robustez; al igual que en nuestro tiempo, veo una representación sin pretensiones de verdad, solo buen oficio, un buen saber hacer. Veo el cuadro y me acuerdo de Marlow y de Lord Jim, y creo poder decir: Bienvenida, Giovanna, eres una de los nuestros.

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